Apenas en un silbido
Apuntó el revólver y la frente de su víctima se llenó de terror, la palidez del anuncio de la despedida lo inundó y un súbito silencio insondable se posó en la mente del verdugo. La tarde se iba y los niños afuera corrían detrás de las pelotas o encaramados en sus patinetas. Sonaban las máquinas tragamonedas del negocio de la esquina, pero el silencio de su mente era todo lo que él podía sentir.
La madre del infortunado suplicaba para que el final fuera otro. Nada podía detener el destino que había trazado el hijo drogadicto al encalillarse más allá de su capacidad de pago, de la de sus hermanos, de la de sus padres, más allá de cualquier presupuesto de una familia de vagos y madres solteras, con un padre encarcelado y una madre dealer de un traficante de poca monta.
Apuntó el revólver y la frente de su víctima se llenó de terror, la palidez del anuncio de la despedida lo inundó y un súbito silencio insondable se posó en la mente del verdugo. La tarde se iba y los niños afuera corrían detrás de las pelotas o encaramados en sus patinetas. Sonaban las máquinas tragamonedas del negocio de la esquina, pero el silencio de su mente era todo lo que él podía sentir.
La madre del infortunado suplicaba para que el final fuera otro. Nada podía detener el destino que había trazado el hijo drogadicto al encalillarse más allá de su capacidad de pago, de la de sus hermanos, de la de sus padres, más allá de cualquier presupuesto de una familia de vagos y madres solteras, con un padre encarcelado y una madre dealer de un traficante de poca monta.
Le reventó la cabeza de un balazo, delante de su madre, en su propia casa. Ese fue el fin de la historia de Eduardo; el fin de su adicción, de sus promesas de pago, de su propio negocio de venta de droga. Un balazo que dejó en el suelo sus sueños, entre la sangre y su propio cuerpo desvanecido apenas en un silbido.